La historia de Cristian

En septiembre del año 2009 moría Pizca, mi primera perrita. Había estado conmigo 12 años, en los cuales hizo más dulces los muchos momentos de tristeza, soledad y depresión que me acompañaron en esta época. Tras los primeros momentos de lágrimas y desesperación, me di cuenta del grandísimo amor que aquel ser tan pequeño había sido capaz de darme, así que pensé que necesitaba de nuevo ser amada de aquella hermosa forma. Me enteré de que no lejos de casa ponían los domingos una especie de mercadillo para recaudar algún dinero. Lo hacían las personas que, generosamente, trabajan para El Refugio Kimba de la Sociedad Protectora de Animales de Cádiz. Me acerqué hasta allí y me admiré de todo lo que hacían esas personas por los animales abandonados: hacían una gran labor en las tareas de cuidado, alimentación, limpieza...y, por supuesto, adaptar a esos animales para poder ser adoptados en una vida futura. Me ofrecí para ir a ayudar el siguiente sábado así que, dicho y hecho. Metí en una bolsa unos pantalones viejos, camiseta y zapatillas de deporte y allí que me fui temprano. Al principio me sentí un tanto aturdida al entrar en el recinto y ver cómo abrían todos los cubículos y empezaban a salir al exterior perros de todos los tamaños, formas y colores. Se sentían felices de estar en medio de todas estas personas que les acariciaban, les llamaban por sus nombres y jugaban con ellos. En ningún momento sentí miedo, abrí mis brazos para sentir aquel torrente de energía y acaricié a todo aquel que se me acercó. Después empezó el trabajo de limpieza de los habitáculos: suelo, camas.... todo se baldeaba y aseaba a conciencia. Debo decir que mi estómago no fue lo suficientemente fuerte para aguantar esa labor toda la mañana y, un tiempo después me di por vencida. Salí al exterior y me dediqué a peinar a algunos, jugar con ellos o, simplemente, abrazarlos. No soy capaz de recordar si volví otro sábado más o ese fue el único. Recuerdo a un grupo de perros grandes que tenían su sitio apartados de los otros perros. Los demás no se acercaban mucho, supongo que respetaban su fuerza y su tamaño. Y recuerdo con especial cariño a una perrita bodeguera andaluza, "Maca", que corria como loca detrás de una pelota de tenis, la recogía y se la llevaba a alguien para que volviera a tirársela. Eso si no se la quitaba algún perro más grande, pero ella siempre volvía a cogerla y empezar de nuevo el juego. Más tarde me enteré de que había sido adoptada por una de las voluntarias del centro que estaba enamorada de ella. Se la regalaron sus familiares de sorpresa creo que en su cumpleaños. Y fue una maravillosa sorpresa. Pues bien, avanzada ya la mañana, me uní a un grupo de novatos que eran guiados por el recinto. Una persona iba explicando qué perros había en los distintos habitáculos, cuales eran sus nombres, el tiempo que llevaban allí, qué caracter tenían, etc. Y en un determinado momento llegamos a un recinto donde nos contaron que vivían tres perros, de los cuales sólo había dos afuera. Llevaban mucho tiempo allí, ya eran mayores y no habían encontrado nunca quien los adoptara. No solían salir nunca al exterior, donde corrían y jugaban el resto de perros,así que toda su vida la pasaban allí en su patio o dentro, donde tenían sus camas. En medio del patio se veía un gran charco de orina y sangre y nos contaron que era de Cristian, una perra muy enferma que tenía cálculos de riñón y necesitaba ser operada con urgencia. No encontraban una casa de acogida para que la cuidaran en el post-operatorio así que la operación era imposible: no podía volver allí recién operada sin las mínimas condiciones higiénicas exigibles. La perra se encontraba dentro, en su cama, así que ni siquiera la vimos. Nos enseñaron también el recinto de los gatos donde tenían su patio particular para tomar el sol, sus camitas, cosas para jugar, etc. Había algunos muy bonitos, especialmente uno muy gordo con un pelo precioso que tenía enamorado a todo el que lo veía. Finalmente me enteré que había sido adoptado (con gran dolor por parte de las cuidadoras, supongo). A eso de las 14h decidí marcharme a casa, así que me despedí de Concha, que era la que dirigía todo aquel recinto, me senté en el coche y conduje de vuelta. Mi mente era un torbellino mientras trataba de digerir todas las imágenes, todas las emociones que había sentido en esa mañana. Pensaba qué podría hacer, cómo podría ayudar... Podía llevar en mi coche a los perros que necesitaran ir al veterinario, o al aeropuerto si eran adoptados fuera de Cádiz... incluso me pareció que sería necesario actualizar la web de El Refugio que no me pareció lo suficientemente atractiva. Pensaba y pensaba cuando ya estaba en casa preparando la comida y, de repente, vi lo que tenía que hacer. Después de comer y recoger la cocina telefoneé a Concha y le dije que había decidido ayudar ofreciéndome a acoger a Cristian en casa cuando, por fin, fuera operada de los cálculos de riñón. Ella se puso muy contenta y me dijo que iba a llamar al cirujano para darle la noticia y que, en cuanto tuviese la fecha de la operación, me lo comunicaría. Me quedé tranquila, con la satisfacción de haber hecho lo que debía y, a la vez, aterrorizada por el paso que acababa de dar: mi único conocimiento de los perros era mi perrita Pizca, me daban pánico los hospitales, las curas, cuidar a una perra enferma, grande por lo que había oído y a la que ni siquiera había visto, pero dentro de mí sabía que estaba haciendo lo que mi corazón me pedía. Pocos días después me llamó Concha para decirme que Cristian iba a ser operada al día siguiente por la mañana y, cuando ya fuera posible, me la traería a casa en su coche una de las voluntarias, seguramente a mediodía. Me contó que era una perra mestiza de pastor alemán, nacida el 24 de junio de 1999 y que, prácticamente, toda su vida la había pasado en El Refugio. Entonces tenía 10 años. La mañana del día siguiente la pasé absolutamente nerviosa. Preparé una camita para ella entre el sofá y la puerta de entrada a la casa y, poco después de comer, llamaron a la puerta: Cristian había llegado. Con un nudo en el estómago salí a la puerta exterior de la casa. La chica que la traía me dijo que aún no estaba despierta del todo y, abriendo la trasera del coche, comenzó a espabilarla e intentar que bajara al suelo. Pude ver que era una mezcla de pastor alemán por el pelaje marrón y negro, sin embargo, no tenía las orejas enhiestas características de esta raza. Tampoco tenía su corpulencia, me pareció poquita cosa, delgadita y estaba muy aturdida. Por supuesto, traía puesta "la pantalla de lámpara" esa especie de collar de plástico rígido que impide que el animal pueda chuparse la herida llena de puntos de la operación y, en consecuencia se le pudiera infectar. Caminando como si estuviera borracha por el caminito de entrada a la casa la chica la fue conduciendo hasta el interior. Allí la tumbó sobre la camita que yo le había preparado y Cristian continuó durmiendo la anestesia. La muchacha sacó las medicinas que yo le debía dar, me explicó cuantas veces al día debía dárselas y me dijo que telefoneara si tenía algún problema. Me dejó un pienso especial para dárselo y se fue. El resto de la tarde pasó sin novedad, la perra seguía durmiendo y yo seguía esperando ansiosamente a que despertara. Empezaba a anochecer cuando, de repente, Cristian se puso de pie y, tras un momento de desconcierto, empezó a caminar hacia el exterior. Yo pensé que iba a hacer pipí y salí detras de ella pero entonces me sintió y echó a correr. Tiró hacia la derecha por el arco que conduce al césped y la piscina que está a ras de suelo y..... ¡¡cayó en ella!! Empezó a nadar hacia la parte honda huyendo de mí y yo gritaba aterrorizada, angustiada, desesperada..... ¡¡CRISTIAN!! ¡¡CRISTIAN!! ¡¡CRISTIAN!! En realidad llamaba a mi hijo mayor que se llama tambien Cristian y vive en una casita en el jardín. Imagino el pavor de la pobre perra que en su vida había salido, no ya del Refugio sino ni tan siquiera de su patio: La llevan en coche a un hospital, la amarran, la pinchan... y se despierta en un sitio desconocido, con gente desconocida... Lógicamente su instinto le lleva a salir corriendo, con la mala suerte de caerse casi de noche en toda aquella agua fría y oscura. Y alguien desconocido no para de gritar su nombre! ¿Donde había ido a parar?? Mi hijo apareció por fin y se acercó corriendo al agua para intentar sacarla. La perra había nadado hacia donde yo no estaba y, de todas maneras, yo sola no creo que hubiera podido sacarla del agua. Casi sollozando de impotencia corrí a la casa a por toallas grandes y, cuando mi hijo la sacó a pulso de la piscina, la envolvimos muy bien y la pusimos en su cama mientras yo la frotaba intentando secarla y que entrara en calor. Estábamos en octubre y el agua ya estaba bastante fría, sobre todo a esas horas. Cuando ya pareció más tranquila telefoneé a Concha para contarle lo ocurrido. Esperaba que no se enfadara mucho conmigo por no haber previsto lo que podía pasar. Ella me consoló al verme tan angustiada, me aconsejó que siempre la mantuviera con la correa y la sujetara cada vez que saliera al jardín y quedamos en que siguiera informándola de como evolucionaba todo. Aquella noche la pasé medio en vela, atenta a los sonidos que pudieran venir del salón donde dormía Cristian. Tambien pensaba en lo que podría hacer para impedir que volviera a caer al agua. Me acordé de una buena cantidad de bloques de cemento de los que se usan para hacer muros y que estaban sin usar en la parte de atrás del jardín: los pondría alrededor de la piscina y así no sería tan accesible a posibles caídas. Con estos pensamientos en mente me adormecí algo más tranquila, aunque me levanté varias veces durante la noche a ver si la pobre perra seguía respirando. A la mañana siguiente Cristian seguía en este mundo así que respiré aliviada. Sujeta por la correa la saqué para que hiciera sus necesidades y dimos unas vueltas por el jardín. Flor nos acompañaba en el paseo y esperé que ,siguiendo su ejemplo, se tranquilizara y se diera cuenta de que no estaba en un lugar tan horrible, después de todo. Luego la volví a llevar a casa y me dediqué durante buena parte de la mañana a cargar la carretilla de bloques, llevarlos a la zona de la piscina e irlos colocando muy juntos alrededor. Me dió para algo más de dos vueltas con dos bloques de altura así que pensé que ojalá fuera suficiente para evitar nuevos episodios de natación perruna. En casa Cristian se comportaba como si fuera un extraterrestre que hubiera caído en mi salón: para ella todo era nuevo. Desde pequeñita había vivido en El Refugio con sus compañeros de patio. Nunca había vivido en una casa con una familia humana, ni había visto ni oído una televisión. Me hacía gracía cuando se quedaba mirándose en la puerta de espejo del horno de la cocina que le quedaba a su altura. Miraba su reflejo fijamente y no se me ocurre qué podría estar pensando. Por supuesto, seguía huyendo de mí y de mi hijo y pegaba un respingo si acercaba mi mano para acariciarla. Era como un animal salvaje.

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