Pizca

Y en el principio fue Pizca. En el año 1997 mi hija y yo viviamos en Cádiz. Hacía 6 años que mi esposo había muerto y, desde entonces,ella, que en aquellos difíciles momentos tenía 10 años, había tenido problemas de comportamiento. En nuestro edificio vivía Rucky, un yorkshire terrier que nos tenía enamoradas. Nos lo cruzábamos cada día al entrar o salir y era tan gracioso que coincidíamos a propósito con él y su dueña para charlar y contemplar las carreras, saltos y demás monerías que suelen hacer estos perritos. Poco a poco fue entrando en nuestras cabezas la idea de comprar uno de ellos. Ella parecía feliz cuando lo veía y pensé que quizá le ayudara a relacionarse más al tener que sacarlo varias veces al día. Dicho y hecho, en el mes de julio (ya habían terminado las clases),fuimos a una tienda de mascotas que había cerca de casa: tenían dos yorkshires hembras que habían nacido el 5 de mayo, es decir eran como muñecas de peluche a las que apetecía abrazar y abrazar y no soltarlas nunca. Decidimos llevarnos una pero, previamente, nos empapamos bien del cuidado de los perros en general y los yorkshires en particular. Compramos libros, los leímos, apuntamos todo lo que debíamos hacer, lo que jamás, jamás, debíamos hacer. Cuándo había que bañarlos, qué darles de comer, cómo enseñarles a hacer sus necesidades, donde tenían que dormir..... En resumen nos empapamos de teoría y, una vez hecho eso, nos dirigimos de nuevo a la tienda para elegir a nuestra cachorrita. Mi hija eligió a la que parecía más espabilada y la bautizó con el nombre de Pizca. Resulta que, cuando viviamos en Sevilla, conoció a una señora que tenía a una yorky con ese nombre y le gustó y guardó la idea. De nada sirvió que yo prefiriera otros nombres con más raigambre histórica (yo acababa de terminar la carrera de Historia en la universidad),tales como Jimena, Urraca (jajaja)u otros del mismo estilo. Se llamó Pizca y a principios de agosto salimos de la tienda con ella en los brazos y toda clase de utensilios, tales como comedero, bebedero, camita, juguetes, collar, correa, comida, golosinas......Entonces no sabía en dónde nos estábamos metiendo ¡¡Qué cantidad de aditamentos necesitaba aquella cosita tan pequeña y tan dulce!!! El 5 de agosto, con tres meses, le pusieron las primeras vacunas y se le abrió la primera cartilla veterinaria donde constarían todos sus datos. Mi hija aparecía como su dueña ya que, al parecer, yo sólo contaba para pagar. Y bueno, llegamos a casa sin tener nada claro lo que teníamos que hacer. Y Pizca tampoco lo tenía claro ya que se agachó graciosamente e hizo su primer pipí en el salón. Corrimos a buscar los papeles de periódico, los abrimos y los colocamos en el pasillo para acostumbrarla a hacerlo siempre en aquel lugar, según decía nuestro libro de instrucciones. Y colocamos el comedero, el bebedero, etc. en un rincón de la cocina, donde colocamos también su camita. Depués de un día agotador siguiendo todas sus evoluciones por fin llegó la hora de dormir. La acostamos en su camita y nos fuimos a nuestras respectivas habitaciones con un suspiro de alivio. Pero Pizca no estaba por la labor de dormir sola en la cocina. Saltó de su camita y llorando a moco tendido se vino hasta mi cama alzando las patitas para que la subiera conmigo. Mi hija, muy previsora ella, había cerrado la puerta de su dormitorio. Apenas dormí aquella noche, la pasé con una mano fuera de la cama acariciando a la perrita que lloriqueaba sin parar. Recuerdo de forma borrosa aquellos días entre bostezos, cambio de papeles de periódico sucios y llantos furiosos de nuestra Pizca que no quería saber nada de disciplina e incluso nos mordía si la jorobábamos mucho. Tantos cambios en nuestra ordenada y cómoda vida acabó, como no podía ser de otra manera, con la decisión de devolver a Pizca a la tienda de animales. Aún no puedo comprender cómo pudimos hacer aquello: cogimos a la perrita llorona, la metimos en el carrito de la compra y, a toda prisa, volvimos a la tienda y se la devolvimos al dueño. Éste nos dijo que no podía darnos el dinero, que la dejáramos allí y, cuando se vendiera nos devolvería las 50000 pesetas que nos costó. Aliviadas, mi hija y yo volvimos a casa, recogimos todo el desorden, limpiamos muy bien y nos felicitamos mutuamente por la agradable vuelta al silencio y la normalidad. Aquella noche dormí muy bien pero, desde que me levanté, empecé a sentir ansiedad, angustia... ¡La echaba de menos!! El silencio, todas las cosas en su sitio....¡No los quería!! Mi corazón clamaba a todo grito por aquella bolita de pelo sedoso que lloriqueaba y levantaba sus patitas buscando mis brazos. Miré a mi hija y, sin una sola palabra, ambas corrimos sin aliento hacia la tienda de mascotas. ¡Dios mío si la hubieran vendido!! Entramos atropellándonos la una a la otra y buscamos la jaulita donde estaban las dos yorkshires durmiendo abrazadas. ¡Pizca, Pizca! llamaba mi hija. Y Pizca levantó su cabecita reconociendo la voz. Estuvimos a punto de echarnos a llorar de alivio y alegría. El dueño de la tienda la sacó de la jaula y la puso en brazos de mi hija y las tres volvimos a casa absolutamente felices, arrullándonos unas a otras. Guardamos en la estantería los libros que decían que los cachorros no se podían hacer sus necesidades fuera de los sitios que hubiéramos estipulado, que los cachorros que mordían no eran de buena raza, que no podíamos permitir al cachorro subirse al sofá ni a nuestras camas, que no podíamos darles nada de comer que no fuera estrictamente su pienso..... Y así empezó el reinado de Pizca I en nuestra casa, la perrita más amada, más mimada y más maleducada de todas las perritas. Como era de suponer Pizca adoptó mi cama como su cestita de dormir, caso de que no estuviera sesteando cómodamente en el sofá o en los brazos de alguna de nosotras. Siguió haciendo pipí en los papeles de periódico hasta que se habituó a hacerlo cuando la sacábamos a la calle y se fue haciendo adulta y hermosa con el paso de los meses. Pero, en un principio, era un cachorrito de color oscuro que solo mantenía levantada una de sus orejas, por lo que volvimos a la tienda a preguntarle al vendedor por qué sucedía así. Éste nos dijo que, algunos cachorros tardaban más que otros en mantener erguidas ambas orejas. Y le colocó en ambas una especie de elásticos que las mantenía levantadas. Pizca estaba feísima con aquellos artilugios y yo sufría muchísimo por ella (bueno, siempre he sufrido muchísimo por todo). La sacábamos a la calle tres o cuatro veces al día, unas veces mi hija, otras yo, o las dos si nos era posible. Y siempre recogimos sus deposiciones del suelo aunque en aquellos años casi nadie lo hacía. Viviamos muy cerca de la playa y, cuando no era temporada, paseábamos por la arena, sobre todo por la arena dura de la orilla sobre la que era más fácil caminar. Nunca la dejé ir por ninguna parte sin correa, me aterrorizaba perderla. Y sobre todo paseábamos por el parquecito que había junto a nuestra casa. Allí nos reuníamos todos los mascoteros de la zona, comparábamos a nuestros respectivos "chic@s", fuimos aprendiendo sus nombres, edades, sexos, gustos culinarios, resfriados o achaques y todos nos fuimos haciendo amigos. Bueno, a veces los perros se peleaban más que otra cosa, pero en esos ocasiones, ampliábamos la ruta del paseo por la avenida cercana a casa: evitada la ocasión evitado el peligro. Desde el primer momento, siempre que estábamos Pizca y yo, acostumbré a hablar con ella. Le preguntaba por dónde quería pasear esa tarde, le señalaba un perrito que se acercaba a nosotras o le hacía notar lo tonta que era la mamá de Rucky que se creía que su perro era el más guapo de toda la zona. "Habrase visto"!! Muy pocos días después de que le colocaran el artilugio orejero a Pizca se lo quité sin más. No me importaba si se le caía una oreja o las dos. O se le ponían bien por si solas o se le quedaban caídas. Y poco después empezó a mantener erguidas las dos orejas ante nuestro suspiro de alivio. Le salió ese maravilloso pelo sedoso de color oro y plata y se convirtió en una señorita alta y elegante. La verdad era que tenía las patas demasiado largas para mi gusto, pero mi hija decía que era una perrita modelo, alta y elegante. La modelo gustaba muy poco de moños, lazos o cualquier otro tipo de adorno. Si mi hija le colocaba alguno sacudía la cabeza furiosamente a ver si conseguía sacárselo, y acababa con el moño ladeado colgando a un lado de la cabeza. Recuerdo aquellos tiempos con añoranza. A pesar de que la relación con mi hija era a veces muy tormentosa y viví momentos dramáticos, ahora, desde la distancia, me parecen buenos años. Pizca se convirtió en mi amiga, mi madre, mi compañera... Siempre estaba allí, a mi lado, escuchándome, mirándome con sus hermosos ojos brillantes. Yo era hija única, mis padres habían muerto, mi marido también y no tenía familia cercana, excepto mi prima Ani que vivía en un pueblo a pocos kilómetros y a la que veía de vez en cuando. Nunca tuve facilidad para hacer amigos y Pizca se convirtió en aquellos tiempos en la mejor introductora para charlar con la gente (que tenía perro jajaja). Tambien venía conmigo en el coche, sentada en el asiento del copiloto. Me daba cierto miedo conducir sola fuera de la ciudad y ella siempre estaba a mi lado tranquilizándome. Yo le decía "Bueno Pizca, ya estamos llegando, la verdad es que no estaba tan lejos" Y ella me miraba con sus hermosos ojos muy abiertos. Nunca se dormía en el coche, siempre iba alerta a lo que yo le pudiera decir. Estoy segura de que mi vida en aquellos años de soledad y angustia no hubieran sido soportables sin ella. No me hubiera movido del sofá, e incluso no hubiera salido de la cama de no ser por su presencia. Me encantaba hacer punto de cruz y me hubiera pasado todo el tiempo en el sofá bordando si no fuese porque tenía que sacarla a pasear varias veces al día. No hubiera hablado con nadie sin su ayuda y su caracter cercano y amigable. Ella lo fue todo para mi y aún me duele enormemente su ausencia. Nuestra rutina era levantarnos temprano, yo tomaba mi zumo de cítricos y a continuación salíamos al parquecito junto a casa. Pizca hacía sus necesidades y, a continuación, nos acercábamos a comprar el pan. Volvíamos a desayunar, hacíamos las cosas de la casa, volvíamos a salir si hacía buen tiempo y caminábamos por la avenida si había que ir a la mercería a comprar hilos o a cualquier otra cosa. Vuelta a casa, comida y demás, salida de nuevo, paseo, charla con l@s amig@s, compras si era necesario, vuelta a casa y, antes de dormir última salida y para la cama. Aquella era nuesta vida. Mi hija la sacaba algunas veces, cuando le apetecía, pero desde un principio Pizca fue cosa mía. Cuando había que bañarla ella lo hacía en la bañera de casa, y a mi me tocaba secarla y peinarla que no era cosa fácil. En aquellos tiempos hice mucha amistad con una señora que se llamaba María. Tenía un macho de xxx y vivía muy cerca de nosotras. La visitamos en diversas ocasiones e incluso fuimos en su coche a una casita que tenía en la costa cercana a Cádiz. Nuestra amistad terminó abruptamente en uno de aquellos viajes en coche: Pizca estaba en celo y su perro no dejaba de importunarla. Yo estaba tan desesperada, ya no sabía donde esconderla así que se me ocurrió comentar "ojalá hubiera comprado un spray de esos para alejar a los perros". Al parecer eso la molestó muchísimo. Tanto que jamás volvió a saludarnos ni a acercarse a nosotras. Aprendí entonces que si ofendemos a un perro ofendemos a su dueño: Te pido perdón María. Voy a escanear las fotos antiguas de Pizca, pasarlas a un album picassa y ver si las saca aquí.